The Grapes Of Wrath

John Steinbeck

Febrero 7, 2018
(Editado: Febrero 7, 2018)

Dentro del género de la novela histórica domina el hábito de elegir un hilo narrativo pequeño y manejable, pero que a la vez captura con delicadeza la idiosincrasia de la época en que la trama se desarolla. No es la intención entrar en discusiones sobre las características intrínsecas de una novela histórica. Sin embargo, el postulado de que éstas tienden a aclarar lo grande desde lo pequeño[1] es útil para entender la estructura de Las uvas de la ira de John Steinbeck.

La narración de la novela alterna rigurosamente entre macrocapítulos, los cuales se enfocan en términos plurales en los inmigrantes del centro de E.U.A hacia el oeste; y microcapítulos, que tratan sobre la odisea de la familia Joad. El enfoque de cada tipo de capítulo es altamente estricto: los macrocapítulos se limitan a lo general y nunca aluden a los protagonistas, mientras que la narración de los microcapítulos nunca se separa de algún miembro de la familia (o de Casy, miembro honorario). Además, la diferencia en escala entre ambas clasificaciones es muy amplia. En ocasiones, la gran escala de los macrocapítulos es evidente, como lo es en el primero de ellos, protagonizado por el paso de las estaciones en la región del Dust Bowl en Oklahoma. En otras instancias, la escala se magnifica a través de personajes arquetipo, seres que a pesar de aparentar una identidad concreta son capaces de llevar a cabo acciones que se extienden por regiones enteras. El mejor ejemplo de esto se encuentra también en uno de los primeros macrocapítulos, el número siete. En él, un revendedor usurero innomado y su asociado, Joe, revelan las estafas con las que abusan de familias desesperadas por comprar un auto. Aquí, la descripción de los personajes no va más allá de generalizaciones y estereotipos de su contexto, logrando así ampliar sus acciones a escalas que van más allá de una sola agencia de autos. Además esta amplificación también es facilitada por el narrador, que intercala los eventos y diálogos de distintas estafas con fragmentos de monólogos y descripciones que, aunque en primer plano parecen referirse al éxito de una sola agencia de automóviles usados, por su cuenta detallan la gran escala de la migración. Los más notables de estos fragmentos se encuentran aislados en párrafos independientes, lo que ayuda a distanciarlos de la escena. Algunos ejemplos: “Hot sun on rusted metal. Oil on the ground. People are wandering in, bewildered, needing a car.” (p. 63)[2], “God, if I could get only a hundred jalopies.” (p. 63), “Spattering roar of ancient engines.” (p. 65) Así, desprendidos de la narración de situaciones específicas y con abundancia de sustantivos y adjetivos plurales, estos fragmentos simulan referirse al Dust Bowl entero.

Pero a pesar de las estrictas reglas de enfoque, los macrocapítulos no se limitan a contextualizar los eventos de los microcapítulos. Aunque en contraste los microcapítulos son menos narrativamente complejos y se centran en desarrollar la trama, en ocasiones delegan a sus contrapartes el avance de la historia de la familia Joad. Por ejemplo, el macrocapítulo veintisiete comprende un brinco temporal de varios días: desde el momento en que los Joad llegan a un prometedor campo de algodón por la noche, hasta que ya están bien establecidos trabajándolo. Este amplio salto es notable porque ocurre inmediatamente después de un microcapítulo que sigue con precisión el escape de los Joad del campo de duraznos. Aunque a causa de este brinco la atención del lector es removida de los Joad, el macrocapítulo informa al lector sobre la nueva situación de la familia narrándole en términos generales las realidades de los campos de algodón pizcados por inmigrantes. Así, la interrupción temporal, a pesar de descontextualizar el tiempo, contextualiza el espacio y la situación de los personajes. Esto resalta en el género de la novela histórica, pues el narrador no se limita a explicar lo grande desde lo pequeño, sino que también abarca lo pequeño desde lo grande. A través de este telescopio invertido, el lector puede inferir con certeza que no fue sino bajo el calor del sol, que rebota sobre el polvo y hierve aún más la sangre ya ardiente, que Al fue timado a cambio del Hudson Super-Six que acarreó a los Joads a su destino.

Notas

  1. Es tentador aseverar que toda novela es un intento por traer a un nivel cotidiano, y por lo tanto más alcanzable para el lector, lo que se quiere comunicar. Incluso es tentador asegurar lo mismo para toda forma de literatura.
  2. Steinbeck, John. The Grapes of Wrath. New York: Penguin Books, 2002.

Diciembre 11, 2017
(Editado: Diciembre 11, 2017)

La muerte de Artemio Cruz es la novela del México que hoy se aprecia en las fotos descoloridas de la juventud de nuestros padres. De un México aún agraviado por turbulencias del pasado que apenas fueron retratadas a blanco y negro. Y qué poco han cambiado las cosas: todavía se fresean los ricos, todavía se joden los pobres y todavía el presidente del PRI le da el dedazo a su sucesor candidato. Quizás por eso Carlos Fuentes se ha inmortalizado en nuestra cultura colectiva: pues es él quien ha reconocido que ésta es la misma de siempre.

A pesar de la ilusión del paso de los años, La muerte de Artemio Cruz es una novela enmarcada por la repetición de un mismo patrón: la violenta suplantación del orden vigente por uno nuevo. Varios ejemplos incluyen el asesinato de Pedro a manos de Artemio, el destronamiento de Don Gamaliel y la derrota del ejército Villista. Cada uno de estos acontecimientos marca el nacimiento de un nuevo caciquismo de similar calibre, respectivamente: la toma de Artemio de su destino, su ascenso de capitán revolucionario a terrateniente y el nacimiento del México del PRI. Pero a pesar de que cada uno de estos escalones es partícipe del ascenso de Artemio, la tragedia en su vida y el tono derrotista de la narración nunca amainan. A Artemio lo persiguen la violencia, la desdicha amorosa y la ruina familiar encarnada desde el día en que plantó sus ojos sobre Catalina, su aguerrida esposa. Detrás de cada una de estos ascensos se encuentra también la desgracia ajena, convirtiéndolo en el facilitador de la tragedia mexicana: un partisano embustero, político déspota, esposo cabrón y dinosaurio oligarca. En términos de Paz, es el chingón chingado, el forastero apoderado, que “se devora a sí mismo y a todo lo que toca”[1] una y otra vez. El repaso de Artemio de sus memorias fundamentales en su lecho de muerte es solamente una repetición más, ahora con la complicidad del lector, de la dilapidación que persigue a cada uno de sus triunfos. Cualquier esperanza de un legado, así como del testamento que incesantemente intentan expropiarle Catalina y Teresa, es fútil ante el precepto cíclico de chingar y chingarse.

La narración misma defiende este ciclo, transcurriendo suave y fluidamente por la memoria de Artemio a pesar de las estrictas separaciones señaladas por los encabezados fechados de cada memoria primordial. El hilo de pensamiento de Artemio Cruz, el hilo narrativo, divaga dócilmente a través de su subconsciente, ponderando el pasado junto a la decadencia del presente y borrando así las separaciones impuestas por la naturaleza episódica de la memoria. En su transcurrir, la consciencia errante visita sus más empolvados rincones solamente para encontrar siempre los mismos traumas de antaño, creando una sensación de estancamiento narrativo. Esta sensación sumerge al lector en la condena de repetir las tragedias, de tropezarse una y otra vez con la misma piedra. Tal sentencia es reforzada por la narración en orden anacrónico de los recuerdos, poniendo cada etapa en la vida del protagonista codo a codo con la decrepitud de su cuerpo septuagenario que se carcome no por la vejez, sino que se automutila por la amargura. La única herencia de Artemio es la perpetuación de este ciclo, eternizado por el último de sus recuerdos: ese momento en su niñez en que se apodera violentamente de su destino, reiniciando así el trauma de su historia bajo un cacique joven y renovado.

Notas

  1. Del ensayo Los hijos de la Chingada Malinche de Octavio Paz, parte de El laberinto de la soledad, publicado doce años antes que la novela de Fuentes.

Noviembre 9, 2017
(Editado: Marzo 17, 2019)

Umberto Eco argumenta en su obra teórica que la literatura más valiosa es aquella que define un campo de significado[1] que puede ser explorado abiertamente por el lector. Así, mientras comenzaba mi primera obra de Eco, El nombre de la rosa, y al notar prontamente su evidente inspiración borgiana, asumí que la trama tomaría el curso de El jardín de los senderos que se bifurcan: un laberinto sin salida. Pero aunque es cierto que la línea de eventos de El nombre de la rosa en ocasiones es enmarañada y confusa, al final todos los senderos que recorren fray Guillermo y Adso convergen. En contraste con la obra de Borges, la trama de Eco por sí sola no basta para dibujar ese campo idealizado de significado[2]. Más bien, para poder divisar el verdadero horizonte temático de Eco, es necesario cazar sus alusiones semiológicas y perseguirlas para descubrir aquellas ideas para las cuáles no le bastaron sus hartos ensayos y demás obra académica[3]. Leer a Eco ha sido un reto porque sé muy poco sobre semiología, pero creo que algo aprendí gracias a El nombre de la rosa, y otro tanto gracias a El péndulo de Foucault.

Superficialmente, la confabulación creada por Abulafia, Belbo, Casaubon y Diotallevi, el Plan, parece no ser más que una broma convertida en estafa y luego en tragedia: el resultado de los desvaríos de tres intelectuales aburridos y una computadora en malas manos. Pero a pesar de lo disparatado del asunto, la primera parte de la novela hace un gran esfuerzo para convencer al lector de que los tres eruditos no son como los charlatanes que salen rechazados por las puertas de Garamond y acaban en las de Manuzio: los diabólicos. Casaubon, el protagonista, tiene afinidades más allá de lo académico, una vida romántica complicada y en ocasiones se siente culpable por su apatía frente a la ola revolucionaria que transpira por la juventud italiana. De Belbo, el lector es expuesto al simbolismo de su niñez, su desamor y su obra literaria abortada. Quizás solamente Diotallevi peca de ser diabólico con su obsesión cabalística. No obstante, la preocupación de la trama por la vida de los tres y la ironía con que ellos se burlan de los verdaderos diabólicos son mecanismos suficientes para enaltecerlos, tanto por su multidimensionalidad como por su cultura. Esta estrategia es necesaria para atribuirle su legitimidad a el Plan como vehículo para la argumentación metaficticia de Eco. Mientras que los diabólicos se ocupan de hacer conexiones redundates dentro del discurso de las teorías de conspiración, como por ejemplo conectando al santo grial con los rosacruces, el equipo de Casaubon ingenia nexos innovadores, como el de los asesinos de Alamut con Christian Rosencreutz. Tan originales son los nuevos caminos que descubren los protagonistas que muchos de ellos fueron manufacturados aleatoriamente con la ayuda de un computador. Pero a pesar de su arbitrariedad, estos nuevos indicios cobran vida en la trama de Eco. Por ejemplo, Agliè, el talentoso ocultista que en un principio les sirve de mediador, eventualmente se revela como el líder del grupo ficticio denominado El Tres, que fue inicialmente inventado para poner a prueba la fiabilidad de su propia sabiduría. Este mismo grupo apócrifo, inexplicablemente al mando de Agliè, termina maquinando el asesinato de Belbo e invoca figuras ectoplásmicas enigmáticas durante el confuso ritual del clímax. Parece que para el narrador de El péndulo de Foucault basta con inventar un camino, una teoría de conspiración, entre dos realidades, para brincar a un mundo alterno donde incluso el ectoplasma existe. Y no es necesario que estas realidades alternas tengan un mérito por sí mismas para que valga la pena su exploración, pues el Plan mismo es el producto del generador de aleatoriedad de Abulafia[4]. El Plan no es más que una de las infinitas líneas que unen dos puntos en el plano discursivo de Belbo, Casaubon y Diotavelli: un sendero que se distingue por no ser el que siguen todos los diabólicos, sino uno de infinitos que puede tomar aquel que es capaz de extender su horizonte, un iniciado. Los tres protagonistas, todos iniciados, saben que el intento por conectar dos pistas, dos símbolos, no consiste en investigar la posible realidad que los une. Más bien, saben que entre los dos símbolos siempre hay una verdad, la cual se dispone a ser descubierta por quien se atreva a buscarla, sin importar lo ridículo de la exploración. Así, el Plan enseña al lector que en el plano comunicativo, donde los símbolos gobiernan a las ideas, el significado no abunda en lo evidente, sino que se esconde en el espacio infinito entre los símbolos mismos.

Ignorando los méritos pedagógicos con respecto a la semiología, de igual manera es indudable que Eco es un excelente escritor. Sin embargo, El péndulo de Foucault enmaraña al lector en un sinfín de símbolos, epígrafes, referencias y citas, a un grado que le queda muy holgado a un curso introductorio tanto al ocultismo como a la semiología. Discernir cada referencia oculta sería una labor herculeana que inevitablemente también frenaría el discurrir de la trama a un paso glacial. Quizás ésta es una estrategia apuntada a un lector dedicado a extraer cada gota de significado, un ser absurdo con una lista de lectura regida completamente por Eco. Pero la estrategia alternativa ingeniada por Julio Cortázar en Rayuela, la de dividir estructuralmente la novela en dos caminos, uno para los intrépidos y otro para los aficionados, probablemente habría evangelizado muy poco la semiología. Parece que el proyecto didáctico de Eco a veces supera su propia astucia, porque en ocasiones las incesantes alusiones entorpecen la brillante historia de tres hidalgos enloquecidos por las teorías de conspiración.

Notas

  1. Aseveración a la que hice referencia en mis notas sobre En busca de Klingsor. Tengo entendido que su forma de llegar a esta conclusión es interesante porque la construye a partir de las bases del lenguaje y la semiología, no de la literatura.
  2. Y quizás gracias a las tramas menos revueltas Umberto Eco ha logrado alcanzar la fama fuera de los círculos literarios.
  3. Recuerdo haber leído antes de comenzar El nombre de la rosa que Eco comenzó a escribir ficción en parte para trascender ideas que no se pueden comunicar a través de escritos académicos.
  4. Aunque aquí es importante notar, y quizás Eco no lo sabe, que las computadoras son incapaces de generar verdaderos números aleatorios. Meramente generan números con un patrón muy difícil de predecir.

Americanah

Chimamanda Ngozi Adichie

Julio 27, 2017
(Editado: Julio 27, 2017)

Una novela más para el club de lectura democrático que comencé y que tiende fuertemente hacia la literatura reciente y popular. Americanah fue una alegre sorpresa, a pesar de mis prejuicios hacia las novelas que aún no superan la prueba del tiempo. Me queda claro por qué cumple con los requisitos para lucir el laurel de “National Bestseller” en letras rojas sobre la portada de mi edición: una temática cosmopolita y actual, una astuta crítica social y líos románticos cotidianos; pero también poca innovación literaria y falta de autoconciencia. Pero bueno, no escribo estas notas para “reseñar” y criticar las obras que leo, aunque desde que comencé a escribirlas la gente insiste en que leyeron mis “reseñas”. En cambio, aquí están mis divagaciones sobre lo que pensé leyendo Americanah.

Mientras discutía la novela con mis compañeros del club, alguien mencionó que el blog de Ifemelu es en realidad la única oportunidad de la protagonista para conectar directamente con el lector. Esto dado que el narrador, aunque se esconde detrás del velo de la vida de Ifemelu, es en realidad omnisciente porque habla en tercera persona y en ocasiones parece saberlo todo. Y a pesar de que escasea el contenido del blog a lo largo de la novela, el lector puede fácilmente generar un lazo fuerte con Ifemelu. Éste es el efecto de un narrador parcial, uno que se encarga de contar una perspectiva única y fácil de identificar, que aparenta omnisciencia pero que rara vez la ejerce. Esta situación invita a una pregunta interesante: ¿De qué sirve hacer una distinción entre un narrador parcial y un narrador personaje? Podría parecer que el primero es un fenómeno nacido meramente de la conveniencia para el autor de escribir una novela en tercera persona y con poderes descriptivos suprahumanos. Tanto con el narrador parcial como con un narrador protagonista el lector podría vigilar los sentidos de Ifemelu y estudiar sus pensamientos. Además, un narrador parcial como el de Americanah es usualmente conservador en cuanto a sus descripiones del espacio y el tiempo, estrechando la distancia entre ambas clases de narrador. Para contestar la pregunta es necesario ignorar la capacidad de transmisión perceptiva del narrador y más bien concentrarse en su capacidad persuasiva: la cosmovisión de Ifemelu es un poco más convincente cuando se distancia de ella. Una trama narrada por una protagonista atrapada en conflictos emocionales y que además vive de sus críticas intencionalmente arbitrarias (intencional con referencia a la estrategia narrativa, que incluye una fuerte autocrítica) en un blog resultaría insoportablemente empalagosa y parcial. Como tal, un narrador que es omnisciente y ajeno a la vida de Ifemelu es crucial para allanar el panorama temático y crítico de Americanah; para restituirle a Ifemelu la fiabilidad que merece pero que sus emociones y prejuicios le arrebatan en ocasiones.

Cambiando de tema, creo que Americanah se salva de ser demasiado superficial gracias a su constante autocrítica. En numerosas ocasiones Ifemelu y su blog son atacados por ser muy “flojos”: llenos de observaciones pero sin ninguna sustancia. El paralelo con la trama de Americanah es claro, pues ésta se caracteriza por contener basta descripción y crítica pero escasa meditación. Es irritante leer una novela poco autoconciente principalmente porque permite al lector convertir sus desacuerdos en críticas concisas. Por el contrario, cuando una novela es introspectiva no es tan fácil acusarla de estar llena de agujeros y puntos ciegos, pues aunque es posible que se ignoren estos problemas, queda abierta la posibilidad de su exclusión intencional (donde la intención pertenece a la novela en sí, no al autor). Esta intención es otro más de los emocionantes grados de libertad de la ficción.


La Tregua

Mario Benedetti

Junio 11, 2017
(Editado: Junio 11, 2017)

Lo primero y último que leí de Benedetti fue Pedro y el capitán durante la preparatoria. No recuerdo casi nada, así que leer La tregua fue como leer a Benedetti por primera vez. Mientras leía no pude evitar sentir que La tregua tiene muchísimo del sabor de otros encargos de la prepa, como El túnel y Rayuela: aprietos filosóficos y amorosos sumergidos en la cotidianidad de la ciudad latinoamericana, historias de amor obsesivo y tragedias del mundo ordinario. Admito que durante aquellos tiempos desprecié este tipo de lectura en favor de otras con un ritmo más rápido que el de la vida misma. Pero he recapacitado.

Narrar una novela en forma de diario, como se hace en La tregua es una empresa riesgosa, pues obliga al lector a memorizar un calendario de eventos sin ninguna promesa sobre su relevancia. Es difícil saber qué es lo importante sobre un epígrafe como ‘Viernes 28 de junio’: ¿es acaso importante que sea el comienzo de un fin de semana, o casi el final de un mes, o que sea tres días después del episodio anterior, o quizás sirve sólo para prevenir al lector de una tarde soleada? Cuestiones de este estilo pueden ser interesantes, aunque en ocasiones resultan también innecesariamente tediosas. Pero La tregua no se distrae mucho con este tipo de incógnita, pues la mayoría de los capítulos ocurren en días contiguos o muy cercanos, fijando un ritmo casi constant en el tiempo. Más bien, la función primordial de la narración a través del del diario de Martín Santomé es aprovechar el plano metaficticio para acercar al lector a la consciencia del protagonista. Esto ocurre gracias a que el diario es un texto compartido por dos lectores: aquel que sostiene la novela de Mario Benedetti en sus manos, y Martín Santomé mismo, quien repetidas veces cita y reflexiona sobre sus apuntes de días anteriores. Así, la crítica personal que es natural al leer el diario de un extraño se vuelve más íntima cuando existe la oportunidad de revisar e interpretar el contenido junto a su autor. Además, la revisión del texto acentúa sus defectos como fuente fidedigna de narración. Como cualquiera en un diario, Martín Santomé se desconoce y engaña a sí mismo, tal como se esperaría de cualquiera que intenta indagar en su propio subconsciente, restándole a su propia autoridad narrativa y recordándole al lector que la autoridad autorial es una ilusión. Quizás es el lector ideal quien podría tomar el diario y exhibir los errores interpretativos de Martín Santomé.


Del amor y otros demonios

Gabriel García Márquez

Mayo 30, 2017
(Editado: Julio 27, 2017)

Una vez más, lo Garciamarqueziano me ha fascinado. Es difícil describir exactamente qué cabe dentro de esta categoría, pero al mismo tiempo me es muy familiar y fácil de identificar[1]. Lo primero que viene a la mente es sin duda el realismo mágico, esa ficción increíble que Gabo manipula cual Melquíades. Pero intentaré mantenerme alejado de esta faceta de lo Garciamarqueziano porque he escrito demasiado al respecto en el pasado (cursos de literatura, incluyendo uno titulado Realismo mágico, además de incontables ensayos en la preparatoria) y porque es un tema con vasto arte previo[2]. En cambio, me entretendré con lo que es Garciamarqueziano sin ser mágico, bajo el obvio entendido de que también ésta es una historia que no tiene acabar. Además, creo que mi lectura de Del amor y otros demonios es una oportunidad excelente para hablar de ello, dado que es una de las novelas tardías de Gabo, escrita cuando era ya más que obvio que su estilo se había osificado y sus manías probablemente ya tenían nombre[3]. Aunque planeo discutir estos temas en el contexto de la obra de García Márquez en general.

Muy temprano en mi lectura me encontré con lo que creo que es uno de los diálogos más garciamarquezianos que jamás he leído. Después de que la marquesa le recuerda a su esposo que su hija, Sierva María de Todos los Ángeles, celebra ese mismo día su duodécimo cumpleaños, el segundo marqués de Casalduero reacciona: “«¿Apenas doce?», dijo él, tendido otra vez en la hamaca. «¡Qué vida tan lenta!»"(p. 12)[4]. Con tan solo dos enunciados el narrador demuestra que el espíritu de Macondo persiste en esta novela, con el absurdo de un viejo olvidadizo acusando al tiempo de ser lento, con su despreocupación sobre una hamaca y su exclamación aforística a los cuatro vientos. Viene sobrando cualquier explicación sobre la pertenencia de la hamaca en la idiosincrasia de Gabo, así que pasemos a las otros componentes claves de la cita: primero el absurdo y luego el aforismo.

La distinción entre lo absurdo y la magia es esencial para estudiar la técnica narrativa de Gabo. Aunque estas dos categorías no siempre se alían, usualmente se complementan, estableciendo el juego entre narrador y lector que caracteriza al realismo mágico. En lo garciamarqueziano, lo fantástico casi siempre existe en el contexto supersticioso, chismoso, crédulo y disparatado de la provincia rural latinoamericana[5]. Rodeado de tal confusión, el lector corre el riesgo de extraviarse en el mismo candor en el que se pierden los personajes. Del amor y otros demonios, por ejemplo, deja como ejercicio al lector reconsiderar la veracidad de un relato donde hasta los personajes menos fantásticos, como el marqués, parecen ser el producto de un imaginario supersticioso y exagerado, similar a un chisme de teléfono descompuesto. En un caso inusual, lo disparatado en la novela no solamente es producto de sus personajes, sino también un conjuro del autor: el prólogo es una anécdota en la que Gabo explica lo que lo inspiró a escribir el libro. Cuenta que durante sus tiempos de periodista, cubríó la excavación de una cripta donde se encontraron los restos de una niña, cuya cabellera de más veintidós metros presuntamente creció póstumamente. Cabe la tentación de sugerir que nuestro autor vive también en un mundo ilusorio, y que por lo tanto no hay que tomar con demasiada seriedad el campo de posibilidad metaficticia de la novela. Pero he ahí la trampa de la literatura moderna, donde la autoridad autorial es poco más que un dato curioso y los autores lo saben. No queda más opción que leer este prólogo como una parte engañosa de la novela, que intenta desorientar al lector con la misma malicia disimulada con que la abadesa llena las actas del convento de Santa Clara de prodigios demoníacos apócrifos, supuestamente maquinados por Sierva María. En palabras de la Abadesa misma, que a su vez cita a Santo Tomás: “A los demonios no hay que creerles ni cuando dicen la verdad” (p. 87).

Ésta es una buena oportunidad para cambiar el tema, precisamente a la cuestión del aforismo garciamarqueziano. Los ejemplo más obvios son las simples citas de los personajes más letrados, como en el caso de la abadesa. Otros ejemplos claros son los pronunciados por los sabios del mundo, como Melquíades, o la madre de Santiago Nasar. El primero que me viene a la mente es el Padre Gonzaga, de Un señor muy viejo con unas alas enormes, quien argumenta que “si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles”[6]. Una enunciado con lógica sólida, además de poseer la estructura binaria característica de un refrán. Sin embargo, éste instruye poca sabiduría transferible más allá de la identificación de criaturas celestiales. Sin embargo, nótese que es la falta de sabiduría la que desfamiliariza al refrán, no su contenido absurdo. En el mundo de los refranes, donde los leones piensan y el diablo existe, cabe también la posibilidad de plantearnos el problema de reconocer a un ángel. Parece que la idiosincrasia garciamarqueziana no se preocupa demasiado por impartir sabiduría, sino más bien de crear el mundo absurdo del cual nacen los refranes, así como los visionarios[7] que los pronunciaron por primera vez. Tal vez cuando vuelva a leer a Gabo dedique más de mi tiempo al tema del aforismo.

Notas

  1. En algún momento mi profesor de Diseño y análisis de algoritmos dijo que no hay una manera concreta de clasificar un algoritmo como ‘programación dinámica’. Pero sí nos explico cómo reconocerlos: “I know it when I see it”, o IKIWISI.
  2. En general todo lo que tenga que ver con García Márquez ya ha sido discutido hasta el hartazgo, pero al menos ésta es tierra poco explorada para mí.
  3. Una cita que me encanta de Cien años de soledad, que rememora los primeros años de Macondo: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.”
  4. ISBN 978-607-07-2878-5.
  5. Existen excepciones. La primera que me vino a la mente fue La luz es como el agua, integrante de Doce cuentos peregrinos. En realidad, creo que todos los cuentos de esta compilación ocurren fuera de Latinoamérica, mas no recuerdo muy bien.
  6. Éste es mi cuento favorito. Creo que en él Gabo logró destilar la esencia de su obra en unas cuántas páginas.
  7. Aunque en un mundo absurdo, la palabra visionario cobra el significado de alguien que ve más allá que los demás, pero también de alguien que está bajo la ilusión del espejismo narrativo.

Mayo 2, 2017
(Editado: Mayo 2, 2017)

Decidí leer El guardían entre el centeno como parte de mi esfuerzo por explorar el canon americano. En particular, ésta es una novela que gran parte de mis amigos estadounidenses leyeron en preparatoria, así que pensé que leyéndola podría aprender mucho del contexto en el que vivo. Cabe mencionar que muchas voces me advirtieron desde antes de comenzar: es mejor leer esta novela durante tu adolescencia. Ni modo, pensé. Además, las historias con una temática sobre coming-of-age siempre me han agradado, al menos en película. Desgraciadamente, no fue el caso.

El narrador de El guardián en el centeno ha puesto todos sus huevos en una canasta, un juego altamente riesgoso. La estrategia narrativa es muy simple: estrechar la perspectiva del lector, de manera que su único nexo con la trama sea el relato de Holden Caulfield, el narrador protagonista. Holden narra dirigiéndose al lector en segunda persona, de manera que toda posibilidad de convencimiento yace en su persona y su lenguaje. Ésta es similar a la situación en que una persona escucha a un interlocutor contarle un relato sobre su vida, donde el interés del oyente dependerá en gran parte de su relación con el hablante. Similarmente, la credibilidad del relato también depende de esta relación. En realidad, estas nociones se mantienen en cualquier intercambio entre lector y narrador, pero dado que esta novela canaliza su trama entera a través de su protagonista, la relación se vuelve decisiva. Sobre la novela de Salinger, se puede decir con certeza que el lector ideal es alguien que se interesa por Holden Caulfield. Escojo específicamente la palabra “interés” para descartar la necesidad de que al lector le agrade Holden, o que se identifique con él, argumentos que son comunes cuando se discute este libro. Por requerimiento, la narración de Holden es burda, poco descriptiva y extenuante, pues ésta tiene que emular convincentemente el relato de un adolescente ansioso, deprimido, charlatán y poco brillante. Cuando el lector se interesa por entender el mundo de un narrador con estas características, me puedo imaginar que la estrategia narrativa brilla por su exposición del subconsciente adolescente, su intimidad amistosa (pero a la defensiva) entre narrador y lector, y su simplicidad. En cambio, sin un interés por Holden, la narración degenera en una mirada altamente restringida al mundo de un adolescente burgués, superficial, quejumbroso, imbécil y embaucador. Sin este interés, lo más que se puede esperar del lector es una lástima insuficiente para levantar el peso de la lectura. Ahora entiendo por qué ésta es una novela que polariza.


Abril 25, 2017
(Editado: Mayo 2, 2017)

Primero que nada, una confesión: me había prometido intentar alejarme de las traducciones al inglés para obras con versiones accesibles en español, en especial para el caso de Murakami. Desgraciadamente, me vi obligado a leer a Murakami en inglés una vez más para estar en sincronía con un club de lectura. Ésta es la tercera novela suya que leo, y de nuevo me quedé con la duda: ¿el lenguaje extremadamente cotidiano es un artefacto de la traducción al inglés, o una característica de Murakami? Lo que me intriga es que en ocasiones el lenguaje me parece hasta infantil. Supongo que tendré que esperar a leer algo en español. Sin más, a continuación siguen mis ideas sobre la novela que conocí como Hard-Boiled Wonderland and the End of the World.

Cuando empecé a leer quedé aterrado. Las dos páginas previas a la narración muestran un mapa del supuesto país de las maravillas y los primeros capítulos introducen una multitud de palabras inventadas y detalles sobre dos universos disparatados: el fin del mundo y el país de las maravillas. Peor aún, la narración discute el uso del subconsciente como una llave criptográfica, algo que detesté por obligarme a navegar el entendimiento de un laico sobre criptografía[1]. Este libro pintaba para ser una novela de esas que llaman “para adultos jóvenes”, que usualmente están repletas de premisas absurdas diseñadas para explorar una sola, muy estrecha pregunta: ¿cómo sería el mundo si cambiáramos tal o cual cosa? Por suerte el frenesí de novedades se acabó rápido, dando paso a una narración más madura, reflexiva y encargada de sus temas y personajes. Supongo que esta estrategia funcionó bien: comunicar los detalles logísticos al lector lo más pronto posible, con el fin de evitar que las minucias del mundo (o mundos, en este caso) le distraigan del fondo de la novela. Pero aún así no puedo evitar preguntarme: ¿por qué requerir tanta logística? Quizás esto es algo de lo que se dio cuenta Murakami tras escribir esta novela, pues Norwegian Wood, escrita dos años después, goza de todo el ingenio de su escritura sin los sofocos de la fantasía sin sentido. Supongo que no fue hasta Kafka en la orilla que Murakami aprendió a utilizar mejor la ficción[2] como herramienta narrativa. Ahora, tras pensar conjuntamente en la obra de Murakami, he notado que todos sus protagonistas son muy parecidos: hombres japoneses jóvenes, a veces adolescentes, a veces adultos menores, con un mundo reprimido dentro de sí mismos que difícilmente exponen, y que por ello sufren de alienación y aislamiento hasta que se revelan en momentos de vulnerabilidad, desencadenando embrollos policíacos, tragedias, amores y desamores. Además, cada novela tiene personajes femeninos muy parecidos, usualmente en un segundo plano y cuya importancia se basa en sus interacciones con el protagonista, a quien usualmente admiran por ese subconsciente reprimido pero tan interesante. No puedo evitar pensar aquí en las incontables veces que subrayé un diálogo de una de estas personajes, elogiando al protagonista por su forma de hablar: “Hablas muy raro, pero me gusta”. Esta situación me disuade de leer más novelas del japonés en el futuro cercano.

Pero a pesar de todo tanto hastío en los primeros capítulos y el reciclaje de personajes de Murakami, la mayor parte de la trama fue fácil de seguir y los dos protagonistas y sus historias extienden un campo que vale la pena explorar. Creo que el gran logro de esta novela (y de la obra de Murakami en general), es que la trama se aplica muy convincentemente a un protagonista cotidiano: plano por fuera y profundo por dentro. La novela desentraña la cotidianidad aburrida del asalariado japonés usando la fantasía y la ciencia ficción como bisturí, cortando poco a poco a través de las capas que esconden el subconsciente de los protagonistas y del lector. El reto narrativo yace en disecar la cotidianidad y extraer su esencia sin dañarla, un reto cuyo éxito didáctico depende de que las reacciones de los protagonistas ante un mundo imposible sean lo esperado de una persona ordinaria ante situaciones desfamiliarizantes, de manera que la desfamiliarización[2] se transmita al lector. Al menos en mi caso, la novela logró este reto con éxito moderado.

Notas

  1. No sobra repetir el mantra: “Do not roll your own crypto”. El esquema de cifrado en el mundo cyberpunk de Murakami es peor que el idioma de la f.
  2. Entiéndase “ficción” como sinónimo de “magia” en el término “realismo mágico”.
  3. Entiéndase el término “desfamiliarización” como lo explica Viktor Shklovsky.

Abril 2, 2017
(Editado: Abril 3, 2017)

Recientemente decidí comenzar a publicar mis opiniones e ideas sobre la ficción que leo. Decidí esto porque la redacción me obliga a organizar y desarrollar mis ideas, algo que probablemente no haría de otra manera. A continuación siguen mis ideas sobre En busca de Klingsor de Jorge Volpi, que hace poco terminé de leer.

Volpi es el primer escritor mexicano del postboom que leo. Comencé a leer su novela sabiendo bien que ésta iba a intentar romper intencionalmente con las normas de la literatura latinoamericana. Así, no me sorprendió para nada que el Libro primero comenzara postulando leyes acompañadas de corolarios, como si se tratase de una publicación de matemáticas o un libro de texto de física. Seguí leyendo con la esperanza de que la narración se apegara a una estructura de publicación científica[1], principalmente porque me encanta la gimnasia narrativa. Lamentablemente, creo que no hubo demasiada profundidad en ese aspecto. Supongo que esperaba una narración con leyes autoimpuestas de rigor matemático, en un esfuerzo por demostrar la capacidad narrativa de un texto científico y así descubrir nuevos horizontes[2]. Desgraciadamente, en lugar de eso, la narración pseudocientífica más bien se ocupó de motivar al lector a proceder con la cautela de un científico y así involucrarlo en la búsqueda de Klingsor, lo cual es una meta mucho más convencional y aburrida. Tengo que admitir que me ha extrañado muchísimo que una de las obras más populares del postboom haya sido tan poco metaficticia. La sola inclusión de los descubrimientos de la física cuántica y relativista en la trama inmediatamente me hizo suponer que la relatividad y la falta de determinismo se iban a filtrar fuertemente en la narración. En cambio, la única herramienta narrativa lúdica notable (más allá de la estructuración del texto en leyes y postulados) fue la continuamente sugerida falibilidad del narrador, un jueguito bastante cansado para una novela que pretendía romper con la tradición literaria de Latinoamérica.

Supuestamente, el crack después del boom en gran parte se afana de ser un regreso a los clásicos. Así, una novela policíaca con protagonistas bien versados en los más locuaces descubrimientos de la segunda era dorada de la física y la teoría de conjuntos de Cantor tiene mucho del sabor de los “clásicos” del siglo XIX, con protagonistas obsesionados con la sabiduría de los grandes filósofos. El resultado es una especie de Sherlock Holmes, pero con los enredos narrativos explorados durante el siglo XX. Supongo que mi decepción viene en gran parte del sabor familiar del resultado: Tal vez el crack se olvidó de romper también con Borges, porque En busca de Klingsor constantemente me recordó a El jardín de los senderos que se bifurcan, ambas narraciones nubladas por el intelectualismo de sus respectivos detectives protagónicos.

Pero pese a la limitada exploración narrativa, me queda claro que ésta es una novela altamente autoconsciente. Al inicio quedé aterrorizado ante la posibilidad de que En busca de Klingsor degenerara en una oda glorificadora de las ideas filosóficas de los grandes físicos y matemáticos del siglo XX, cual libro de autoayuda; o que se limitara a una crítica superficial del egocentrismo de estos personajes. Pero a pesar de la inclinación hacia la primera de mis preocupaciones, la autocrítica es un componente fundamental de la narración, que desmantela la trillada perspectiva aduladora. Conforme la novela avanza se vuelven más frecuentes las ocasiones en que el narrador se burla de sí mismo por anteriormente haber exaltado a los científicos como fuente infinita de sabiduría filosófica. El narrador también se mofa de su propio tratamiento de las leyes físicas, que exagera las escalas subatómicas a proporciones humanas y reduce los avances de la ciencia a lecciones cotidianas. Así, la autodeprecación se convierte en aquella pista que tanto ansía el lector que busca al verdadero Klingsor de la historia: el hecho de que la identidad de Klingsor mismo es indecidible. Mientras que la trama progresa a través del descenso de Francis Bacon hacia una vacío moral, desde su cumbre inicial como aprendiz de Von Neumann, hasta su descenso a un infierno amoral, vano y hedonista, simultáneamente el narrador se vuelve más y más insistente en su autocrítica, sugiriendo que tanto los físicos y matemáticos, así como los hedonistas (y por lo tanto el narrador) son incapaces de pasar un examen de moralidad, o si quiera de decir la verdad. De ahí la importancia de la inclusión de los teoremas de Gödel[3], pues estos verdaderamente traen a un plano literario las revelaciones matemáticas del siglo XX. Como prueban los teoremas, cualquier base[4] axiomática inevitablemente contiene enunciados que son imposibles de probar. Además, esta proposición puede extenderse fácilmente a cualquier lenguaje, y por lo tanto a la literatura y a esta novela en particular. Con esta herramienta, así como con la proposición de que todos los personajes mienten, la narración poco a poco se sublima en una nube de indecisión. Quizás así es como la novela logra pasar la prueba de calidad de Umberto Eco: Cada aspecto de En busca de Klingsor es necesariamente una búsqueda indecidible en lugar de un camino fijo, definiendo así el infinito campo[5] de significado que añoran los buenos escritores.

Notas

  1. Aunque probablemente es más apropiado decir libro de texto. En muchas ocasiones me costó saber qué tan familiarizado está Volpi con la física y las matemáticas como campos académicos o si ha leído muchas publicaciones.
  2. Algo que llevo tiempo queriendo hacer, aunque la mayoría de las publicaciones que he leído son de ciencias computacionales.
  3. Que prueba que todo sistema de verdad necesariamente incluye también proposiciones indecidibles.
  4. Aquí lamento que no existe una palabra tan precisa como basis, que podría reemplazar las palabras “base axiomática”.
  5. Campo