Del amor y otros demonios

Gabriel García Márquez

Mayo 30, 2017
(Editado: Julio 27, 2017)

Una vez más, lo Garciamarqueziano me ha fascinado. Es difícil describir exactamente qué cabe dentro de esta categoría, pero al mismo tiempo me es muy familiar y fácil de identificar[1]. Lo primero que viene a la mente es sin duda el realismo mágico, esa ficción increíble que Gabo manipula cual Melquíades. Pero intentaré mantenerme alejado de esta faceta de lo Garciamarqueziano porque he escrito demasiado al respecto en el pasado (cursos de literatura, incluyendo uno titulado Realismo mágico, además de incontables ensayos en la preparatoria) y porque es un tema con vasto arte previo[2]. En cambio, me entretendré con lo que es Garciamarqueziano sin ser mágico, bajo el obvio entendido de que también ésta es una historia que no tiene acabar. Además, creo que mi lectura de Del amor y otros demonios es una oportunidad excelente para hablar de ello, dado que es una de las novelas tardías de Gabo, escrita cuando era ya más que obvio que su estilo se había osificado y sus manías probablemente ya tenían nombre[3]. Aunque planeo discutir estos temas en el contexto de la obra de García Márquez en general.

Muy temprano en mi lectura me encontré con lo que creo que es uno de los diálogos más garciamarquezianos que jamás he leído. Después de que la marquesa le recuerda a su esposo que su hija, Sierva María de Todos los Ángeles, celebra ese mismo día su duodécimo cumpleaños, el segundo marqués de Casalduero reacciona: “«¿Apenas doce?», dijo él, tendido otra vez en la hamaca. «¡Qué vida tan lenta!»"(p. 12)[4]. Con tan solo dos enunciados el narrador demuestra que el espíritu de Macondo persiste en esta novela, con el absurdo de un viejo olvidadizo acusando al tiempo de ser lento, con su despreocupación sobre una hamaca y su exclamación aforística a los cuatro vientos. Viene sobrando cualquier explicación sobre la pertenencia de la hamaca en la idiosincrasia de Gabo, así que pasemos a las otros componentes claves de la cita: primero el absurdo y luego el aforismo.

La distinción entre lo absurdo y la magia es esencial para estudiar la técnica narrativa de Gabo. Aunque estas dos categorías no siempre se alían, usualmente se complementan, estableciendo el juego entre narrador y lector que caracteriza al realismo mágico. En lo garciamarqueziano, lo fantástico casi siempre existe en el contexto supersticioso, chismoso, crédulo y disparatado de la provincia rural latinoamericana[5]. Rodeado de tal confusión, el lector corre el riesgo de extraviarse en el mismo candor en el que se pierden los personajes. Del amor y otros demonios, por ejemplo, deja como ejercicio al lector reconsiderar la veracidad de un relato donde hasta los personajes menos fantásticos, como el marqués, parecen ser el producto de un imaginario supersticioso y exagerado, similar a un chisme de teléfono descompuesto. En un caso inusual, lo disparatado en la novela no solamente es producto de sus personajes, sino también un conjuro del autor: el prólogo es una anécdota en la que Gabo explica lo que lo inspiró a escribir el libro. Cuenta que durante sus tiempos de periodista, cubríó la excavación de una cripta donde se encontraron los restos de una niña, cuya cabellera de más veintidós metros presuntamente creció póstumamente. Cabe la tentación de sugerir que nuestro autor vive también en un mundo ilusorio, y que por lo tanto no hay que tomar con demasiada seriedad el campo de posibilidad metaficticia de la novela. Pero he ahí la trampa de la literatura moderna, donde la autoridad autorial es poco más que un dato curioso y los autores lo saben. No queda más opción que leer este prólogo como una parte engañosa de la novela, que intenta desorientar al lector con la misma malicia disimulada con que la abadesa llena las actas del convento de Santa Clara de prodigios demoníacos apócrifos, supuestamente maquinados por Sierva María. En palabras de la Abadesa misma, que a su vez cita a Santo Tomás: “A los demonios no hay que creerles ni cuando dicen la verdad” (p. 87).

Ésta es una buena oportunidad para cambiar el tema, precisamente a la cuestión del aforismo garciamarqueziano. Los ejemplo más obvios son las simples citas de los personajes más letrados, como en el caso de la abadesa. Otros ejemplos claros son los pronunciados por los sabios del mundo, como Melquíades, o la madre de Santiago Nasar. El primero que me viene a la mente es el Padre Gonzaga, de Un señor muy viejo con unas alas enormes, quien argumenta que “si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles”[6]. Una enunciado con lógica sólida, además de poseer la estructura binaria característica de un refrán. Sin embargo, éste instruye poca sabiduría transferible más allá de la identificación de criaturas celestiales. Sin embargo, nótese que es la falta de sabiduría la que desfamiliariza al refrán, no su contenido absurdo. En el mundo de los refranes, donde los leones piensan y el diablo existe, cabe también la posibilidad de plantearnos el problema de reconocer a un ángel. Parece que la idiosincrasia garciamarqueziana no se preocupa demasiado por impartir sabiduría, sino más bien de crear el mundo absurdo del cual nacen los refranes, así como los visionarios[7] que los pronunciaron por primera vez. Tal vez cuando vuelva a leer a Gabo dedique más de mi tiempo al tema del aforismo.

Notas

  1. En algún momento mi profesor de Diseño y análisis de algoritmos dijo que no hay una manera concreta de clasificar un algoritmo como ‘programación dinámica’. Pero sí nos explico cómo reconocerlos: “I know it when I see it”, o IKIWISI.
  2. En general todo lo que tenga que ver con García Márquez ya ha sido discutido hasta el hartazgo, pero al menos ésta es tierra poco explorada para mí.
  3. Una cita que me encanta de Cien años de soledad, que rememora los primeros años de Macondo: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.”
  4. ISBN 978-607-07-2878-5.
  5. Existen excepciones. La primera que me vino a la mente fue La luz es como el agua, integrante de Doce cuentos peregrinos. En realidad, creo que todos los cuentos de esta compilación ocurren fuera de Latinoamérica, mas no recuerdo muy bien.
  6. Éste es mi cuento favorito. Creo que en él Gabo logró destilar la esencia de su obra en unas cuántas páginas.
  7. Aunque en un mundo absurdo, la palabra visionario cobra el significado de alguien que ve más allá que los demás, pero también de alguien que está bajo la ilusión del espejismo narrativo.