La muerte de Artemio Cruz es la novela del México que hoy se aprecia en las fotos descoloridas de la juventud de nuestros padres. De un México aún agraviado por turbulencias del pasado que apenas fueron retratadas a blanco y negro. Y qué poco han cambiado las cosas: todavía se fresean los ricos, todavía se joden los pobres y todavía el presidente del PRI le da el dedazo a su sucesor candidato. Quizás por eso Carlos Fuentes se ha inmortalizado en nuestra cultura colectiva: pues es él quien ha reconocido que ésta es la misma de siempre.
A pesar de la ilusión del paso de los años, La muerte de Artemio Cruz es una novela enmarcada por la repetición de un mismo patrón: la violenta suplantación del orden vigente por uno nuevo. Varios ejemplos incluyen el asesinato de Pedro a manos de Artemio, el destronamiento de Don Gamaliel y la derrota del ejército Villista. Cada uno de estos acontecimientos marca el nacimiento de un nuevo caciquismo de similar calibre, respectivamente: la toma de Artemio de su destino, su ascenso de capitán revolucionario a terrateniente y el nacimiento del México del PRI. Pero a pesar de que cada uno de estos escalones es partícipe del ascenso de Artemio, la tragedia en su vida y el tono derrotista de la narración nunca amainan. A Artemio lo persiguen la violencia, la desdicha amorosa y la ruina familiar encarnada desde el día en que plantó sus ojos sobre Catalina, su aguerrida esposa. Detrás de cada una de estos ascensos se encuentra también la desgracia ajena, convirtiéndolo en el facilitador de la tragedia mexicana: un partisano embustero, político déspota, esposo cabrón y dinosaurio oligarca. En términos de Paz, es el chingón chingado, el forastero apoderado, que “se devora a sí mismo y a todo lo que toca”[1] una y otra vez. El repaso de Artemio de sus memorias fundamentales en su lecho de muerte es solamente una repetición más, ahora con la complicidad del lector, de la dilapidación que persigue a cada uno de sus triunfos. Cualquier esperanza de un legado, así como del testamento que incesantemente intentan expropiarle Catalina y Teresa, es fútil ante el precepto cíclico de chingar y chingarse.
La narración misma defiende este ciclo, transcurriendo suave y fluidamente por la memoria de Artemio a pesar de las estrictas separaciones señaladas por los encabezados fechados de cada memoria primordial. El hilo de pensamiento de Artemio Cruz, el hilo narrativo, divaga dócilmente a través de su subconsciente, ponderando el pasado junto a la decadencia del presente y borrando así las separaciones impuestas por la naturaleza episódica de la memoria. En su transcurrir, la consciencia errante visita sus más empolvados rincones solamente para encontrar siempre los mismos traumas de antaño, creando una sensación de estancamiento narrativo. Esta sensación sumerge al lector en la condena de repetir las tragedias, de tropezarse una y otra vez con la misma piedra. Tal sentencia es reforzada por la narración en orden anacrónico de los recuerdos, poniendo cada etapa en la vida del protagonista codo a codo con la decrepitud de su cuerpo septuagenario que se carcome no por la vejez, sino que se automutila por la amargura. La única herencia de Artemio es la perpetuación de este ciclo, eternizado por el último de sus recuerdos: ese momento en su niñez en que se apodera violentamente de su destino, reiniciando así el trauma de su historia bajo un cacique joven y renovado.
Notas
- Del ensayo Los hijos de la
ChingadaMalinche de Octavio Paz, parte de El laberinto de la soledad, publicado doce años antes que la novela de Fuentes.