La Tregua

Mario Benedetti

Junio 11, 2017
(Editado: Junio 11, 2017)

Lo primero y último que leí de Benedetti fue Pedro y el capitán durante la preparatoria. No recuerdo casi nada, así que leer La tregua fue como leer a Benedetti por primera vez. Mientras leía no pude evitar sentir que La tregua tiene muchísimo del sabor de otros encargos de la prepa, como El túnel y Rayuela: aprietos filosóficos y amorosos sumergidos en la cotidianidad de la ciudad latinoamericana, historias de amor obsesivo y tragedias del mundo ordinario. Admito que durante aquellos tiempos desprecié este tipo de lectura en favor de otras con un ritmo más rápido que el de la vida misma. Pero he recapacitado.

Narrar una novela en forma de diario, como se hace en La tregua es una empresa riesgosa, pues obliga al lector a memorizar un calendario de eventos sin ninguna promesa sobre su relevancia. Es difícil saber qué es lo importante sobre un epígrafe como ‘Viernes 28 de junio’: ¿es acaso importante que sea el comienzo de un fin de semana, o casi el final de un mes, o que sea tres días después del episodio anterior, o quizás sirve sólo para prevenir al lector de una tarde soleada? Cuestiones de este estilo pueden ser interesantes, aunque en ocasiones resultan también innecesariamente tediosas. Pero La tregua no se distrae mucho con este tipo de incógnita, pues la mayoría de los capítulos ocurren en días contiguos o muy cercanos, fijando un ritmo casi constant en el tiempo. Más bien, la función primordial de la narración a través del del diario de Martín Santomé es aprovechar el plano metaficticio para acercar al lector a la consciencia del protagonista. Esto ocurre gracias a que el diario es un texto compartido por dos lectores: aquel que sostiene la novela de Mario Benedetti en sus manos, y Martín Santomé mismo, quien repetidas veces cita y reflexiona sobre sus apuntes de días anteriores. Así, la crítica personal que es natural al leer el diario de un extraño se vuelve más íntima cuando existe la oportunidad de revisar e interpretar el contenido junto a su autor. Además, la revisión del texto acentúa sus defectos como fuente fidedigna de narración. Como cualquiera en un diario, Martín Santomé se desconoce y engaña a sí mismo, tal como se esperaría de cualquiera que intenta indagar en su propio subconsciente, restándole a su propia autoridad narrativa y recordándole al lector que la autoridad autorial es una ilusión. Quizás es el lector ideal quien podría tomar el diario y exhibir los errores interpretativos de Martín Santomé.